JOAN COSTA, PINTOR DE MITOS

Josep Piera

La pintura de Joan Costa no sólo fascina, sino que inquieta; no sólo nos atrae la mirada, sino que nos atrae su lectura. Quiero decir que no es una pintura para ser únicamente contemplada desde un punto de vista decorativo, sino que, al ser mirada, cautiva la atención, la fija y la conmociona. Es una pintura que conmueve, que atrae, que dice, que siente…, como también juega irónicamente tanto con las memorias truncadas del pasado como con los fantasmas efímeros del deseo. Joan Costa pinta con la maestría de un clásico, pero, más que dibujar la plana realidad del presente, más que retratar lo que vemos, más que pintar la naturaleza de las cosas que nos rodean, lo que pinta son las fantasías de un tiempo que es, o ha sido, el nuestro; quiero decir el tiempo cultural, es decir, los mitos, de la generación que tanto él como yo representamos, la de aquellos que, nacidos a mediados del siglo XX, fuimos hijos de las vanguardias europeas, hemos crecido con las estrellas fulgurantes del cine americano y hemos madurado viendo caer, entre trágicas llamas orgiásticas, las Torres Gemelas, un once de septiembre de 2001; un símbolo real caído, un templo poderoso desaparecido, que, de golpe, nos hizo apocalípticamente antiguos a todos; nos convirtió, si queréis, más que en unos postmodernos (unos seguidores de la modernidad) en unos postantiguos (unos recreadores irónicos de la antigüedad). Jean Cocteau decía que “la Historia transforma la verdad en falsedad, mientras el mito es la falsedad que se encarna”. Parafraseando al maestro, yo diría que la pintura actual de Joan Costa encarna plásticamente las fantasías de nuestro mundo virtual (pintura, literatura, escultura, fotografía, cine…), para convertir en verdades de arte, en verdades de siempre, los delirios o deseos de nuestro tiempo; quiero decir que hace eternos los sueños ideológicos y estéticos de una época que ya es historia: la nuestra, el siglo XX.

Constelaciones, apropiaciones, homenajes… El arte no copia la realidad, sino que la transforma. Si a principios del siglo XX algunos pintores abandonaban los pinceles y los cambiaban por la máquina de fotografiar buscando una mayor proximidad, entre intelectual y erótica, con sus objetos del deseo, cosa que hicieron, entre otros, Wilhelm von Gloeden o Man Ray, y si en pleno siglo pasado la fotografía supo hacer con el cuerpo humano, y con las naturalezas muertas, lo que la escultura y la pintura hacían magistralmente en la Grecia y la Roma clásicas, como es el caso magistral de Mapplethorpe en la fotografía, ahora, siguiendo o apropiándose de estos referentes cultos, como el mismo Andy Warhol hizo con los más banales o sublimes objetos de consumo (desde un bote de tomate o una botella de Coca-Cola a un retrato de Elvis Presley o de Marilyn Monroe), Joan Costa devuelve la fotografía, convertida er un icono o en una reliquia del pasado, a la pintura; y así la transforma en un juego de espejos y de maravillas: pasados presentes y presentes pasados donde vida y muerte, belleza y drama, ideología y religión, se mezclan en una tensa armonía de formas, símbolos y luces, que nos cautivan, nos atrapan y nos hacen sentir y pensar a la vez. Porque, como ya hemos dicho, la pintura actual de Joan Costa, no sólo nos fascina, sino que nos inquieta, porque todo y nada al mismo tiempo es lo que es; o nada, que es todo, es lo que parece. ¿Apariencias? ¿Iconos? ¿Reliquias? ¿Fotos? ¿Cuadros? ¿O no es una ironía barroca, tan refinada como pop, mostrarnos a une joven y divina Elizabeth Taylor convertida en una Verónica entre sedas que nos muestra la cara de Che Guevara como la de Jesús de Nazaret en el calvario?

Joan Costa nos muestra y demuestra con esta exposición que es el pintor de la Safor más vivo y creativo. O, al menos, el más valiente, sugerente, maduro, provocador, de la generación saforense que quisimos cambiar el mundo que nos rodeaba cuando éramos jóvenes, haciéndolo pasar del gris más gris a todos los verdes imaginables.