JOAN COSTA Y LA ORIGINALIDAD

Guillermo Carnero

No hace mucho, como cada vez que vuelvo a Roma, dediqué una tarde al barrio que da paso al Trastévere por la enigmática Trinità dei Pellegrini y el Ponte Sisto, y una hora, a recorer el palacio Spada. Las grandes colecciones, nutridas de obras maestras, se autoimponen en su clasicidad archidivulgada: sabemos, antes de contemplarlas, que fueron creadas para la admiración, el deleite y la eternidad. Pero las pequeñas y modestas nos sitúan frente a obras menores, sobriamente enmarcadas en salones semidesiertos, desprovistas de la aureola de prestigio cuya ausencia nos plantea interrogaciones ineludibles.

No me refiero al asunto que exponen o a la identidad del personaje al que representan, sino a algo que va más allá de lo que revelan los rótulos, las guías y la familiaridad con la Mitología, la Historia Sagrada y Profana o las vidas de los santos. Me refiero a las preguntas que dan, en última instancia, sentido a la existencia de toda obra de arte, incluso a las que parecen destinadas a formar parte de un museo ideal fuera del tiempo: por qué, para qué y para quién fueron creadas.

Más allá de la anécdota de los lugares, las circunstancias y los nombres propios, el arte anterior a la modernidad nos hace ver que fue producido en una sociedad orgánica y coherente, en la que el artista podía contar con un destinatario implícito de perfil intelectual e ideológico altamente previsible, con su conocimiento de un sistema de códigos y de valores que aseguraban su comprensión, y con su asentimiento a ese sistema. Ello ocurre en las obras de asunto religioso en las que evocan los mitos del panteón grecolatino, en los retratos de reyes y aristócratas rodeados de los símbolos del poder y el conocimiento, en los de orondos mercaderes, híspidos cambistas o mujeres tejiendo, en los bodegones donde se amontonan liebres y rodaballos y en las vanidades. Se llame espíritu de época, visión del mundo, comunicación o complicidad, ese horizonte común daba razón de ser al artista y justificaba su obra. La pérdida de esa frontera, y la del territorio compartido que cobijaba, es la gran conquista y la gran tragedia de la modernidad.

Esa modernidad no comienza cuando, a comienzos del siglo XIX, el destinatario primordial del arte deja de ser la aristocracia del Antiguo Régimen y se convierte en la burguesía cuyo blasón es el dinero. Tampoco cuando el arte, en su ineludible camino de progreso y de experimentación, da en atentar contra la neutralidad de la mimesis. Aunque a los tradicionalistas del XIX eso les pareciera un cataclismo, por mucho que el pincel de Monet difumine la fachada de una catedral, seguimos estando ante una catedral, y lo sabemos. Y las esquematizaciones volumétricas de Braque o de Juan Gris continúan también representando periódicos, sifones o pipas.

La modernidad propiamente dicha no comienza por que el arte exija a su destinatario que reconozca su objeto bajo el velo de una técnica invasora y deformante, o reclame de él una nueva mirada no dirigida a lo representado sino a la representación, en tanto que lo primero siga siendo accesible con un mínimo de esfuerzo y de concesión a la novedad, y siga además siendo lo mismo de siempre: paisajes, retratos, desnudos, naturalezas muertas. Ni siquiera suponen esa ruptura histórica que la modernidad es las trasgresiones al canon del buen gusto y de la moral: ni el sopor de una adicta a la morfina en Santiago Rusiñol, ni antes la irreverencia de Caravaggio.

La modernidad propiamente dicha se distingue por poner entre interrogantes y paréntesis presupuestos básicos del hecho artístico: la innovación constante arraigada en la tradición, la función del artista y de la obra, las expectativas del receptor. Con Dadá hemos topado.

Dadá comparte con el Futurismo, el movimiento de vanguardia inmediatamente precedente, el rechazo radical de la tradición cultural de Occidente; pero la diferencia dadaísta consiste en poner de manifiesto el acabamiento de esa tradición con una radicalidad que excluye cualquier alternativa, reorientación o reconstrucción. De ahí que la práctica dadaísta se designe con el nombre de “antiarte”. “Antiarte” no significa la sustitución de una forma de arte por otra, sino la negación de la noción misma de arte. Esa negación se lleva a cabo manifestando estrepitosamente el repudio de la entidad de la obra literaria o artística tradicional desde los puntos de vista de su producción, su recepción y su naturaleza.

Durante el antiguo régimen, y de un modo u otro, el arte recibía su sentido de la función que cumplía como transmisor de valores e ideología. Aunque el Romanticismo introduzca variantes fundamentales al desplazar el punto de mira desde el contenido y la función a la originalidad del creador, y dé lugar a la manifestación de su posible disentimiento y hasta de su autismo ideológico, el concepto tradicional de arte implica que determinadas personas, los autores o creadores, poseen inteligencia y sensibilidad excepcionales que les permiten producir un discurso dotado de un significado inteligible para un lector o espectador, que ante ellos adquiere conocimiento de la realidad y de sí mismo en forma de ideas y emociones.

Por el contrario, la actitud antiartística consiste en situar ante el receptor un texto u objeto que defrauda sus expectativas, al negar esas tres nociones. Las propuestas antiartísticas dadaístas nos sitúan ante la negación de los conceptos tradicionales de autor creador (cuya actividad ha sido sustituida por la designación, el azar o una acción mecánica ciega) y de significado (si alguno existe será debido al azar o a la fonosemántica, y de naturaleza intuitiva e ilógica), y ante la ridiculización de las expectativas del receptor tradicional.

La noción vanguardista de designación, como alternativa a la tradicional de creación, es una de las claves primordiales de la crisis de la modernidad, y de ella deriva, en última instancia, la tesitura mental de Joan Costa, y esta muestra. Ahora bien: lo que él llama apropiación es una variedad especifica de la utilización tras la designación con la que nos ha familiarizado la Vanguardia. Podemos usar y designar algo que carece de dueño, lo que en términos jurídicos, si fuera un objeto de valor, se llamaría un bien vacante. No todas las designaciones pueden entenderse así: las inventadas por Dadá se centraron precisamente, por realzar la inanidad del arte, en lo desprovisto de valor, como las merzbilder de Kurt Schwitters. Pero la iconología de Joan Costa no pretende realzar lo deleznable, sino manipular lo valioso.

La noción de apropiación significa compartir una propiedad, la de algo que originalmente no nos pertenece, pero sin por ello desposeer a su primer propietario (lo cual sería expropiación). En todo caso presupone, por parte de quien la usa, la negación del concepto tradicional de creación y la voluntad de instauración de una especie de propiedad colectiva o copropiedad del discurso artístico, que significa, de hecho, en más de un ámbito: es la apertura de un diálogo entre lo contemporáneo y lo inactual o lo remoto, entre lo popular y lo culto y erudito, entre el arte para minorías de conocedores y el de masas, entre el arte museístico y el cine (cóctel de toda la tradición artística previamente triturada y digerida: ars gratia artis). La referéncia (con voluntad de aproximación o de deformación) a la tradición y la referencia a la referencia que la vanguardia ya practicó. Así la mirada franca y directa del artista se ha perdido, pues no sabe quien es, que papel le ha asignado la Historia, para quien trabaja, a quien representa, qué importan su conformidad o su transgresión cuando originalidad y singularidad están fuera de lugar, cuando ni se le pide asentimiento ni se tiene en cuenta su disentimiento, y cuando la sociedad convierte en fetiches deshuesados las formas de disconformidad que no le interesa destruir.

El artista de hoy sólo sabe que vive en un mundo en el que la pureza y la originalidad no tienen sentido.