SOBRE LA PINTURA DE JOAN COSTA: UNA LARGA CADENA DE SENTIDOS

José Ramo

(Poeta, ensayista y profesor de literatura en la Cité Scolaire Internationale de Lyon).

Una ignorancia lamentable y un asombro sin continuidad son los límites entre los que debe transcurrir la mirada perpleja que trata de explicarse -de contarse y decir- lo que ha podido ver. Hasta el verano del 97 Joan Costa era para mí un desconocido. Es cierto que en la casa de un amigo común algunos cuadros suyos me habían sorprendido. Con aquel verano llegó el deslumbramiento. Lamenté, por supuesto, los quince años de pintura que no me sería dado conocer, salvo por algunas obras, escasas, que el pintor había hurtado al apremio de los compradores, pero tenía ante mí la obra tensa, poderosa, inagotable en su lectura del último año. Recuerdo que entonces, mientras la mirada iba de un cuadro a otro, se detenía, regresaba y volvía a fijarse, aquellas imágenes y contraimágenes me llevaron a acotar una frase que confunde lo posible con lo cierto. Que el inconsciente esté estructurado como un lenguaje es una afirmación que se apoya en la posibilidad de su lectura. Mitigando el dominio verbal, podría decirse con la misma contundencia -o con la misma ocurrencia- que el inconsciente es una constelación de imágenes. Imágenes y contraimágenes en la obra de Joan Costa: cadenas, argollas, tijeras, caracolas, cuchillos. Pero también representaciones míticas en las que la imagen adquiere un rostro -un nombre a veces, porque el rostro nos ha sido vedado- y persigue una historia compleja y aleccionadora: Marsías Narciso, Sísifo, Ícaro, Cronos. Imágenes acotadas que imponen un límite, una coacción. Al evocarlas no se pretende liberarse de ellas, sino examinarlas con otra luz. Porque no se trata de superar el desgarramiento que impone el cuchillo en el cuerpo de Marsias por medio de la representación estética, sino de confirmar la complejidad del ser humano, su relación consigo mismo -sus tensiones, sus deseos- y con los otros. De este modo, desollar, mediante el desplazamiento de la mirada hacia el cálido fruto que el cuchillo monda, es también deseo de comer, deseo de encontrar en el sufrimiento atravesado el gozo. No hay en estos cuadros de Joan Costa una oposición de elementos que lleve inexorablemente a la afirmación de un extremo u otro, actitud que conduciría al cierre del significado y a la simplificación, sino la lúcida aceptación de los contrarios, la tensión interior y el dinamismo de la paradoja.

Pero volvamos al verano del 97. Me decía entonces Joan Costa que su pasión era la vida, no la pintura. Discutir esta opción sería impertinente. No lo será, sin embargo, analizar las consecuencias que de la misma se derivan. Si la tensión, la fuerza y la complejidad que se manifiestan en la obra de Joan Costa obligan a sucesivas y nunca agotadas lecturas, habrá que pensar que no es la vida genérica el atributo al que se alude, sino la pasión. Entonces, sí, nos será permitido imaginar que las múltiples experiencias por las que ha discurrido el pintor -tantas vidas, tantas horas vividas- se han transformado en imágenes, se han resuelto en manchas, se han modulado en una composición feliz y apaciguada -las menos de las veces, aunque se ofrezca, por ejemplo, en Eros y Psiqué- o en la estridencia que quiebra la esperada armonía. La conciencia, ya se sabe, se engendra en el dolor o en la felicidad amenazada. Y son, precisamente, los procesos de conciencia el material de la obra de Joan Costa. La reiterada presencia en algunos de sus cuadros de ciertos objetos -cadenas, argolla, cuchillo- y la oposición o complementariedad que establecen con las figuras, no son el resultado de una organización consciente de los elementos que persiga producir un efecto dado en el espectador. Si así fuera, la disposición de los elementos y la función que se les otorga estarían destinadas a dar una lección. No parece, sin embargo, que la obra de Joan Costa tenga una finalidad didáctica, sea ésta del tipo que sea. El propio pintor me confirmaría en las conversaciones que mantuvimos el verano del 97 que no había una elección consciente de los objetos a los que me he referido. Las imágenes de Joan Costa han salido a flote en necesidad, y en necesidad conducen más y más cerca de la realidad. Elegir unas imágenes no significa, por lo tanto, que se haya optado por una resignada aceptación, sino que la convulsión -la belleza convulsa- y el dinamismo de una carnalidad agudizada están en el centro de la vida humana y, al menos en parte, la definen. Si la lectura que acabo de hacer no anda errada se podría decir que en la obra de Joan Costa se disponen con lucidez y sin concesiones a las gentes de bien las obsesiones y las inquisiciones que marcan su propia vida: la muerte, el erotismo, la relación con los otros, el sufrimiento, la sexualidad. Vida y obra se nos aparecen, a partir de ese momento, estrechamente unidas. Se podría decir que una misma pasión las alimenta. Hoy creo que la doble opción y la elección que el pintor afirmaba eran la prueba a la que quería someterme. Salvado de este escollo, continuemos con la singladura, veamos qué horizonte se dibuja en los cuadros de Joan Costa.

Múltiples son las perspectivas internas, las representaciones que Joan Costa nos ofrece en sus cuadros. Una primera mirada, sin embargo, puede percibir dos presencias constantes como mediación: Robert Mappelthorpe y Man Ray. Cada uno de ellos alimenta o provoca una representación en la que se conjugan el arte y la vida, el instante aprehendido y la historia, el placer y el tormento, la aspiración utópica y el peso ineludible de la realidad. Con Mapplethorpe, Joan Costa nos arroja en el mito -Marsías, Sísifo, Ícaro, Cronos, Narciso-, con Man Ray nos proyecta en el arte. Pero uno y otro no son presencias ineludibles, forman parte de la escena pero no determinan su sentido. Ambos están en el viaje de ida -de la pintura o el mito a la fotografía-, pero es Joan Costa quien marca la dirección y el sentido del regreso. Joan Costa vuelve al arte sobre el que se impuso la fotografía, pero no la hace de forma nostálgica, como si añorase el momento en que la forma artística cristalizó, sino con una voluntad de multiplicar las perspectivas internas obligando al espectador a asumir un mensaje más complejo. Así puede explicarse la presencia de los arquetipos, y la referencia a los maestros acompañada de infidelidad, y el sentimiento de dispersión extraña que arruina violentamente tanto la coherencia de la obra clásica como el ideal de la figura humana. Esa figura humana que es una imagen central en tantas obras de Joan Costa, pero que sufre numerosas transformaciones características: mutilaciones, desarticulaciones, fragmentación, alargamiento de los componentes anatómicos como la llamada a la carne.

La ruptura del equilibrio y la serenidad formales instala la paradoja como elemento dominante en el espacio pictórico y encadena elementos para crear nuevas y complejas articulaciones de sentido. La elección del bodegón como modelo de representación, y la transformación radical de ese modelo mediante la incorporación de elementos habitualmente ajenos al mismo es otro “tour de forcé” al que nos somete el pintor. La selección de objetos y figuras muestra una visión del mundo que ahonda en la complejidad y densidad de los mensajes para imponer al espectador esas continuas y nunca agotadas lecturas a las que he aludido al comienzo. Carpe diem -uno de los cuadros más intensos que me haya sido dado ver el los últimos años- encierra y muestra la mayoría de los aspectos que he observado en la obra de Joan Costa. En él, la rotundidad de las formas, el dolor de las cuerdas que la pasión ha roto y ha tensado y las flores secas que acaso descansan sobre la carne se conjugan para hablarnos de una lúcida melancolía atravesada, de una vida vivida y todavía gozosamente sentida. En un último símbolo se unen y responden de la misma manera que una Santa Teresa voluptuosamente dolorida espera el dardo feliz. Pero dardo y dolor hallan sentido en una apoteosis fulgurante. La transverberación es transcendencia.

Joan Costa, en cambio, se sitúa en un horizonte humano. Los mitos invocados se independizan de toda significación religiosa, ahondan en el impulso que los provocó, se suman a otras imágenes y a otros motivos para crear esa constelación compleja de la obra última de Joan Costa.

Lyon, 1999